Hace aproximadamente 9 años que trabajo vinculada a la industria de la moda nacional, y aunque no me considero una “fashionista”, de manera más o menos consciente, mi relación con la ropa siempre ha sido central en mi vida. Lamentablemente, no siempre de la mejor manera.
Vengo de una familia de tres hermanas donde las peleas eran principalmente por -adivinaste- la ropa. Donde poleras, pantalones o chalecos se paseaban de un clóset a otro, muchas veces sin permiso y otras, sin regresos. Por supuesto, las prendas más codiciadas eran las más nuevas, y en un contexto donde el fast fashion se estaba instalando en el Chile de los 2000, la frecuencia de este tipo de prendas era cada vez mayor en nuestro hogar.
Crecí en un entorno donde comprar era un panorama. Un momento que por lo demás disfrutaba (y aún disfruto) bastante. Recuerdo tardes en que volvía del colegio o de la universidad y mi mamá me decía que tenía que ir al mall a comprar algo y, por supuesto, yo tenía un lugar reservado en ese viaje. Era un espacio de tiempo para estar juntas, para conversar, mirar y entretenernos. Además, para sentir esa chispa de pequeña euforia y felicidad cuando encontraba alguna pilcha que me acompañaría de regreso a casa.
Siempre he disfrutado muchísimo del acto de vestir, de combinar piezas hasta que encuentro la conjugación perfecta que me hace sentir cómoda, comunicando ese mensaje que quiero dar al mundo. Y a pesar de que mi clóset se iba llenando de ropa, todo me parecía normal. Debo ser honesta, ni siquiera había reparado en la relación que sostenía con la ropa, más allá de usarla, y mucho menos con el acto que venía previo a adquirir esas prendas: comprarlas.
Para muchas personas la salida de la universidad es un momento de celebración y triunfo. Para mí, fue solo crisis y angustia. Terminando la carrera me di cuenta de que no estaba en el lugar correcto. Pese a que siempre fui una muy buena alumna, tuve un pésimo examen de grado. Mi identidad se caía a pedazos y no tenía idea para dónde quería ir. Di muchas vueltas: tomé cursos, empecé un blog, trabajé para no sentir que estaba perdiendo el tiempo, y en todo ese tiempo, me vestí, pero sobre todo… compré.
“Vitrinear” se convirtió en mi pasatiempo favorito. El acto de compra se veía favorecido, y tan dulcemente satisfactorio, por la constante incorporación de prendas y colecciones de las principales tiendas de moda que frecuentaba. Aunque sentía un profundo gozo al encontrar nuevas prendas, porque cada una de ellas me hacía sentir “mejor”, “cool”, “a la moda”, una sensación de vacío posterior acompañaba casi siempre esa compra y la culpa mezclada con la interrogante ¿por qué hago esto?, aparecían a los minutos de dejar el centro comercial.
Luego vino mi paso por VisteLaCalle, una experiencia que sin duda cambió mi vida para bien y que instaló gran parte de las preguntas que han forjado donde estoy hoy.
Mi primer entendimiento sobre “trabajar en la industria” fue -erróneamente- sentir que debía probar(me) la validez de mi estética a través de nuevos looks: jamás repetir un outfit en eventos, estar al tanto de las nuevas tendencias, ir “a la moda” aunque eso significara estar deformando uno que otro dedo del pie (historia real). ¿Quién puede sentirse cómoda caminando todo el día con una bota en punta que no da espacio a la forma natural de tu pie? Nadie.
Citando a mi buena amiga Sofía Calvo, sé que vestir no es un acto inocente. Hay grandes costos en cada una de esas decisiones y dedico gran parte de mis horas en educarme y difundir la necesidad de un cambio de paradigma. Pero, reconozco, muchas veces ese acto de consumir esconde un patrón mucho más profundo y aunque nuestra cabeza racional quiere terminar, nuestro mundo emocional se niega a soltar.
En base a mi propia experiencia y lo que he podido observar estos años a mi alrededor, estoy convencida de que comprar es mucho más que una transacción. Es un mecanismo de defensa y una forma de conectar con otras personas (familiares, amistades, parejas). Es una forma de sentirnos bien cuando la inseguridad se manifiesta (aunque sepamos que es poco efectiva y que tiene un costo altísimo para nuestro bolsillo, el planeta y las personas) y una forma de tapar y/o sobrellevar la angustia. Es, muchas veces, la única forma en que creemos poder sentir un poco de control.
Significa entonces que ¿porque hay una razón, justificada o no, no debemos hacer algo al respecto? ¿O que esta reflexión, para evadir la culpa, sea una excusa para justificar nuestro comportamiento? Lisa y llanamente, NO. Todo lo contrario. Desde la toma de consciencia, desde observar el problema es que podemos efectivamente intencionar un cambio. Y así como hay un tremendo valor en esas historias que nos inspiran al cambio, creo que también merece la pena dar espacio a aquellas que nos reflejan aquello que anda mal, y desde las cuales podemos sacar algo en limpio.
Como consumidores somos parte fundamental de la cadena de producción de la moda. Hasta hace poco creíamos -o nos hicieron creer- que solo participábamos de esta industria adquiriendo productos, pero hoy sabemos que nuestro peso es muchísimo mayor y que, de hecho, podemos mover la aguja si es que nos lo proponemos. Pero esto no es todo. Somos un “eslabón de la cadena” que además esconde una complejidad profunda, porque antes que consumidores, somos seres humanos y por lo tanto, nos enfrentamos al acto de compra con toda nuestra historia, dinámicas, deseos, sombras y expectativas.
Por ello, mi invitación hoy es a abrazar esa humanidad, esos errores del pasado, incluso esas malas decisiones del presente, y más allá de recitar ansiosamente que no debemos comprar o que solo debemos hacerlo de una manera, invito a que nos preguntemos, con la mano en el corazón, por qué lo hacemos.
Siempre será de gran utilidad detenernos y preguntarnos si necesitamos X prenda o no, o si la podemos adquirir de otra manera (secondhand, arrendar, pedir prestado o por medio del intercambio, etc.). Y aunque muchas veces esas respuestas nos indiquen que no hay necesidad de hacer una compra… aún así tomamos la decisión de hacerla. No tenemos por qué compartir esa respuesta con otros, más que con nosotras mismas, pero procuremos que esa respuesta sea honesta. Ya que nos entregará información valiosa sobre nuestros propios puntos ciegos, dinámicas y dilemas.
Aún lidio con los resabios de un consumo desconectado, con esos impulsos por querer sentirme mejor y tener un poco más de control. Y aunque hoy reconozco un tremendo aprendizaje en mi manera de vincularme con la moda, el consumo y mi propia imagen, no me cabe duda que algunas malas decisiones seguirán ocurriendo. Pero también sé que nuevos aprendizajes serán parte de este camino por cambiar un paradigma, que también nos exige observar nuestra relación con nosotras mismas.
[…] porque antes que consumidores, somos seres humanos y por lo tanto, nos enfrentamos al acto de compra con toda nuestra historia, dinámicas, deseos, sombras y expectativas.