Vivir en una casa sustentable marcó mi vida de muchas formas, siempre me encuentro buscando la simplicidad con la que mis padres y mi casa me enseñaron a crecer y creer en la vida. La casa en la que crecí estaba ubicaba en las faldas de un cerro cubierto de árboles llamados oyameles –coníferos de la familia de las pináceas que llegan a medir hasta 50 metros de altura– al sur de la Ciudad de México sobre la carretera federal a Cuernavaca en el km 31.5. Fue la primera en ser totalmente autosuficiente en los años noventa, cuando las tecnologías verdes no eran lo que son hoy en día. Dependía del viento, de la luz solar, de un tinaco que recolectaba agua pluvial para convertirla en nuestra agua potable. De hecho, nuestro sistema de aguas tenía un manejo especial que a veces debía ser controlado por una especie de jabones llenos de bacterias que nivelaban los olores y la acidez.
Nunca olvidaré el ruido del molino eólico, que me hizo entender cómo el viento, que parecía ser un elemento solo de las aves, puede generar electricidad y permitir hacer luz para que la vida humana pueda continuar en la oscuridad. Tampoco olvidaré cómo sonó el día que un ventarrón de esos propios de la Ciudad de México en el mes de febrero voló para siempre nuestro molino. Como nos quedamos sin luz, mis padres optaron por la siguiente mejor tecnología del momento: la energía solar.
Los paneles solares siempre me causaron emoción, eran una aventura y requerían adaptabilidad constante. Una caja de baterías negra con muchos foquitos marcaba la cantidad de luz solar almacenada. Recuerdo la aguja que se movía al apretar un botón negro minúsculo y sentir, de muy niña, que tenía en mis manos el conocimiento cierto y absoluto de la cantidad de horas luz que tenía almacenada, para decidir si la destinaba a ver la televisión, leer con la luz del foco de bajo consumo de mi cuarto o dibujar bajo las luces –también de bajo consumo– del comedor. La verdad es que a los siete años nunca supe leer bien esa cajita. Pero sí aprendí a leer el cielo y las nubes para darme cuenta de que los días nublados significaban una alta probabilidad de quedarnos sin luz en la noche o que repentinamente la única televisión que teníamos en casa se apagara sin previo aviso. De todos modos, quedarnos sin luz noches enteras bajo la luz de las velas significaba una convivencia familiar exquisita: platicábamos de todo tipo de temas mientras mi padre encendía su pipa y mi madre preparaba la cena (estos tiempos de confinamiento me han hecho volver a esos momentos).
De hecho, quedarnos varios días sin televisión o luz no significaba problema alguno. Las dos hectáreas de terreno que teníamos estaban cubiertas de árboles frutales. Los topos ayudaban a formar subidas y bajadas por el terreno a desnivel, y había muchos animales: perros, gatos, conejos, patos, gansos, guajolotes, gallinas, pájaros carpinteros y venados cola blanca que formaban parte de varios experimentos que hacía mi padre para fomentar su reproducción. Mi infancia y adolescencia transcurrió acompañada de una serie de nacimientos silvestres y, al mismo tiempo, de la cruda aceptación del ciclo natural de la vida, con entierros y funerales de animales en el jardín que servirían como abono para los árboles. El ciclo de la vida tuvo siempre sentido en mi infancia, todo se transformaba de una u otra forma en composta o abono, y pude entender a mi corta edad que la vida siempre está en constante transformación.
Imaginaba juegos navegando entre la vida y la muerte, salvando gatitos y abriendo brecha entre caminos inhóspitos en medio de lo que ese pequeño ecosistema me enseñaba. Recuerdo la emoción que sentía cuando la cisterna se llenaba de agua pluvial y nos alegraba la abundancia; cuando recolectábamos huevos de nuestras gallinas para el desayuno, o cuando de forma autodidacta entendí la relación entre las fases de la luna y el crecimiento de las plantas, árboles y frutos.
Para cuando tenía diez años supe que mi vida estaría siempre vinculada con la de los animales. Esto no me permite concebirla sin respetar la biodiversidad que nos ha sido dada en custodia para heredarla y cuidarla porque de eso depende nuestra propia existencia. Desde niña supe que mi felicidad, equilibrio y bienestar estarían siempre relacionados con la naturaleza. Los productos que entraban a mi casa eran lo más amables posible porque en nuestra casa todo convivía de una forma integral y orgánica.
Mis padres y mi casa me enseñaron que el poder del asombro depende del tamaño de la imaginación, y que la autosuficiencia es una de las aventuras más gratificantes, sobre todo para los niños y niñas. Fue la mejor aventura y escuela que pude haber tenido. Sus coordenadas definieron por completo la persona que soy hoy. A mis 37 años, he estado de regreso ahí en un sinfín de ocasiones para corroborar de dónde vienen mis motivaciones, ilusiones, fuerza y voz interior cuando he perdido el rumbo, cuando mis miedos han apagado mi intuición o me han hecho dudar de quién soy o qué debo hacer. Especialmente cuando me confundo tratando de entender cómo es que nos acostumbramos a medir la evolución en crecimiento y no en desarrollo.