Por Javiera Sandoval
Reconozco que soy una consumidora rehabilitada, y quizás tú también lo seas. Hace no mucho tiempo, pasaba días vitrineando por H&M y Primark, un tanto desesperada por encontrar las últimas tendencias de la temporada y llevarme un pedacito a mi clóset. Y es que, por mucho tiempo, el fast fashion parecía ser una solución para estar al día con la moda.
Durante las últimas décadas, la industria de la moda se ha caracterizado por promover el consumo de lo que hoy conocemos como fast fashion, una producción constante y desmedida de ropa a bajos costos. Tan desmedida que se producen 62 millones de toneladas de ropa al año.
En un comienzo, el modus operandi de la moda rápida era producir ropa a bajos costos. Es decir, llevar lo más rápido posible las tendencias a las tiendas. Si bien tuvo sus inicios en el siglo XIX, no fue hasta la revolución tecnológica que el concepto de ropa rápida se instauró con más fuerza. Durante la segunda mitad del siglo XX, se comenzó a posicionar el retail con la llegada de marcas como Topshop (1964), Zara (1975) y Forever21 (1984), que coronaron a la moda fast. Luego, con la globalización y la tecnología, la publicidad se masificó, el consumo se multiplicó, y eso trajo consigo tiempos de producción y entrega más cortos, y una cantidad desmedida de ropa hecha con mano de obra muy barata, a costa de la seguridad y el bienestar de los trabajadores que hacen las prendas.
Para poder llevar a cabo este modelo fast, las empresas recurrieron (y lo siguen haciendo) a la explotación de los distintos agentes que participan en la cadena productiva. En países como China, Cambodia y Bangladesh, las condiciones laborales son paupérrimas, con sueldos miserables y horarios de trabajo sin límites. En el documental Máquinas (2016) de Rahul Jain, se muestra la cruda realidad de una fábrica textil en India, donde sus trabajadores, sin discriminar edad o sexo, son sobreexplotados para producir. Y la mayoría de los trabajos textiles se realizan en países en vías de desarrollo. De hecho, en 2016, más del 55.4% de las exportaciones globales de vestuario salieron de estos países asiáticos.
Además de la despreocupación por el aspecto social y laboral de sus trabajadores, el impacto medioambiental de la ropa low cost la hace una de las grandes enemigas del planeta. Esta industria es una de las más contaminantes a nivel global, siendo responsable, por ejemplo, del 20% de los desechos tóxicos que se vierten al agua. De los 62 millones de toneladas de ropa producidos al año, donde 3/5 50% terminan en vertederos o incineradas. Y la gran mayoría de esos desechos no son biodegradables, ya que más del 60% de la ropa producida es confeccionada con materias primas sintéticas, que pueden demorar siglos en descomponerse.
En promedio, las personas ocupan 7 a 10 veces una prenda antes de botarla. Es por esto y todo lo anterior que vemos la moda rápida como un llamado a que los hábitos de consumo cambien, a que la conciencia ante el problema gane terreno y los compradores de ropa se nieguen a caer en ese consumismo extremo.
Hay marcas high street y de retail que han notado la urgencia de hacer un cambio, abanderándose con preocupaciones sobre la sostenibilidad de su modelo. Pero, ¿cómo se reinventa una industria cuya esencia está en cuestionamiento? No existen actualmente casos de cambios demasiado radicales, pues el retail sigue teniendo parte importante del mercado y no muchas medidas han sido implementadas. Pero hay esperanza, especialmente con las pequeñas y medianas marcas de moda que priorizan la producción ética y la utilización de materiales de origen natural. Ante la moda rápida, el slow fashion es una excelente alternativa. Hacer prendas de alta calidad y privilegiar la fabricación artesanal y sostenible son las características principales de este modelo lento.
Del lado del consumo, con la llegada de las redes sociales, parece imperativo promover las últimas tendencias. Sin embargo, cada vez más personas están optando por opciones slow o sustentables, o simplemente optan por comprar menos ropa. También está la opción de comprar ropa de segunda mano en tiendas vintage; reutilizar los textiles cuando la ropa alcanza su vida útil, y probar con nuevos modelos de negocio, como el arriendo de clóset, o el swap o intercambio de ropa sin costo.
La moda slow, en contraste con el fast fashion, ayuda a mitigar el impacto medioambiental de la industria de la moda en general y propone nuevos modelos de negocio que priorizan el aspecto social y medioambiental. Una forma productiva de asimilar la realidad de la moda rápida es favorecer, con nuestro consumo, a aquellas marcas que se proponen hacer un cambio en esta poderosa industria, y a la vez, incentivar a otras personas a tomar conciencia de su consumo en vestuario.
Imagen: Detalle de Tim Mitchell, Clothing Recycled, 2005 © Tim Mitchell & Lucy Norris