Esta semana de Fashion Revolution, cada año, es una en que en particular nos cuestionamos qué procesos están detrás de las cadenas productivas de las marcas, específicamente en la industria de la moda. Desde los materiales, a la manufactura; es decir, qué vidas toca la producción de una prenda. Esta vez quisimos preguntarnos también, ¿qué pasa con la trazabilidad en la industria de la belleza?
Los cosméticos y artículos de aseo personal son de los sectores industriales de crecimiento más rápido a nivel mundial. En este mercado vasto y competitivo, las marcas de cosméticos están constantemente buscando formas nuevas de diferenciar sus productos; por eso es un sector en que vemos una proliferación y actualización constante de imagen y packaging. Esto sucede incluso en el mercado global de productos considerados naturales u orgánicos, que hoy en día está valorizado en unos 22 mil millones de dólares, según CB Insights.
Hay una tendencia en la industria de los cosméticos de promocionar ciertos productos a partir de la exclusión de algunos ingredientes: sin parabenos, sin químicos tóxicos, sin triclosán, etc. Y esto es útil si es que, como consumidores, nos enfocamos en las listas que circulan por el internet de los ingredientes más nocivos. Pero quizás el foco debiera estar en lo que sí contienen nuestros productos, más que en lo que no. Hice un ejercicio: tomé dos o tres productos cosméticos que uso a diario y leí la lista de ingredientes. Para mi sorpresa –porque pensaba que tenía una selección de productos comprados más o menos a conciencia–, algunos de ellos contienen una serie de ingredientes impronunciables, que nunca me he puesto a pensar de dónde provienen.
La ropa tiene una cualidad tangible, que nos hace creer que vemos cada parte de la producción: la tela, los hilos, los botones y la prenda terminada. Vemos cada uno de estos como un elemento absoluto. No hay nada más que investigar, podríamos pensar. Por supuesto, no es el caso: en realidad, por ejemplo, solo la tela en sí misma está producida con una cadena larguísima detrás, que varía completamente según su composición. Si es algodón, entonces nuestra mente se va normalmente a la planta de algodón y todo lo que conlleva convertirla en una fibra. Y eso es relativamente fácil de imaginar cuando se trata de una fibra natural (aunque los procesos probablemente sean menos rústicos o románticos de lo que podríamos asumir). Ni hablar de todos los complejos procesos que están detrás de las telas artificiales o sintéticas. Pero cuando miramos un producto de belleza o aseo personal, lo que vemos es una sola materia hecha de ingredientes indiferenciables. De entrada, ninguno de los componentes de una crema, sérum o tónico es identificable o concebible. Y así, la pregunta sobre los orígenes de su producción muchas veces termina diluyéndose en esta etapa incipiente.
En contraste con lo que pasa en la moda, en la industria de la belleza el foco de cuestionamiento muchas veces está puesto en la vida del producto post-consumidor: cómo desechar apropiadamente un producto, si el envase es reciclable o no, si es biodegradable o si terminará en el océano o en un vertedero. La invitación en este caso es a pensar hacia atrás: ¿cuáles son los ingredientes? ¿Cuál es su función individual (muchos tienen funciones asociadas a la textura del producto, su estabilidad en el tiempo, etc.)? ¿De dónde provienen? ¿Cómo se obtienen? ¿Quiénes son las personas que están detrás de cada producto que usamos todos los días durante años?
Hace tiempo leí un artículo en el New York Times que se llamaba: “What Is Glitter?”, que hacía un repaso por los materiales y algunas personas, fábricas y procesos que están detrás de la escarcha. Me acuerdo haber entrado en una ola de interrogantes cuando lo leí, sobre todo por enfrentarme al hecho de que hay infinitos elementos que parecen tan insignificantes y cotidianos que nunca cuestionamos. ¿Cómo se hace un labial? ¿Son éticos los procesos mediante los cuales se hace, por ejemplo, el desodorante común?
Hay un grado de acatamiento por parte de nosotros los consumidores también, creo, en la lectura ligera que solemos hacer de los productos de belleza, porque reconocemos que, en su mayoría, quienes los compramos y usamos no somos bioquímicos o trabajamos en un laboratorio que podría desarrollar esas fórmulas. Pero quizás es necesario derribar esa barrera intimidante para atrevernos a cuestionar, aunque sea a nivel personal, los ingredientes, los empaques y las prácticas mediante las cuales se hace un cosmético.
Un grado de ese cuestionamiento se da, por ejemplo, cuando nos empezamos a preocupar de que los productos que ocupamos sean cruelty-free, por ejemplo, es decir, que no hayan sido testeados en animales. Esta ya es una interrogante en la industria cosmética, que además es muy puntual. ¿Qué pasa con los ingredientes o procesos que no lo son tanto? ¿Cómo saber si un cierto aceite ha sido extraído de forma responsable? ¿O comprobar que no hay trabajo infantil o explotación detrás de ciertas materias primas con las que se hace el maquillaje?
Tecnología al servicio de la industria cosmética
De la misma manera en que en la industria de la moda se está preguntando cada vez más por la capacidad de trazar la cadena productiva de los materiales y las prendas, esta tendencia tiene también su lugar en la industria de la belleza. Existen marcas que están usando herramientas tecnológicas simples para mantener sus cadenas de suministro en regla. Por ejemplo, la marca de cosméticos Tata Harper tiene una iniciativa en curso que se llama Follow Your Bottle, donde incluyen un código en cada uno de sus productos, el cual cada consumidor puede ingresar en su página web, y trazar la cadena detrás del lote correspondiente, para saber dónde fue hecho y en qué fechas, incluso qué tan frescos son los ingredientes que lo componen. Lo mismo hace la marca de CBD, Physicians Grade, que permite que el consumidor revise los resultados de testeos de laboratorio por terceros, para verificar la calidad y la concentración de los ingredientes.
Estas iniciativas son solo el comienzo de lo que se puede hacer en términos de trazabilidad en la industria de la belleza y wellness. Para probar la sustentabilidad de sus empaques, la marca estadounidense Kinship vende sus productos en envases hechos parcialmente de Ocean Waste Plastic, una compañía danesa que trabaja con pescadores que recolectan plástico del agua, y lo usa para hacer packaging. La iniciativa de Kinship en términos de trazabilidad de sus empaques fue incluir un código QR en cada producto, que puede ser escaneado por el consumidor para revelar cuánto del packaging fue efectivamente hecho con plástico reciclado y dónde precisamente fue recolectado ese plástico.
Otro caso es el de la marca de suplementos neozelandesa, Flora, que ocupa miel de manuka en sus productos. La miel de manuka es altamente cotizada y el mercado global a su alrededor está creciendo: se espera una valorización de $2,16 mil millones de dólares en 2025, según QYR Research. Es celebrada por sus propiedades antiinflamatorias y antibacteriales, y está hecha a partir de un néctar muy especial, producido por las abejas a partir de una planta llamada manuka, que es nativa de Nueva Zelanda. Sin embargo, quienes trabajan con esta miel en ese país saben que es un producto que puede ser fácilmente adulterado, mezclado o derechamente reemplazado por un ingrediente sustituto, como el jarabe de maíz, que no tiene en absoluto esas mismas propiedades. Es por esto que el Ministerio de Industrias Primarias de Nueva Zelanda sentó bases legales para autentificar la miel de manuka y clarificar cómo se debe testear y etiquetar. A cada producto se le asigna un Unique Mānuka Factor (UMF) para que los consumidores puedan identificar su pureza y demás. Aparte de esto, la marca local Flora se ha comprometido con que la miel de manuka que utilizan provenga de plantas de manuka de tierras Maorí, cuyos dueños sean maoríes, para evitar que compañías grandes se conviertan en intermediarios o se lleven las ganancias de lo producido en estas comunidades aborígenes. La forma en que Flora ha instituido este aspecto en sus productos es mediante una etiqueta llamada Near Field Communication (NFC) en cada botella. Este símbolo puede ser escaneado con un celular, al igual que un código QR, para abrir un sitio web donde se pueden ver las credenciales de la miel, pruebas de su UMF y un mapa de la procedencia del lote específico al que pertenece. Los NFC, en teoría, son más seguros y difíciles de hackear que los códigos QR.
Los costos de estas características adicionales de los productos de cosmética por supuesto no deben ser menores. Según Well + Good, el costo del proceso de codificación y manufactura de las etiquetas NFC en el caso de Flora resulta en aproximadamente $1.50 dólares por frasco, sin contar los valores añadidos durante la cadena de venta de los productos. Ahora bien, todo depende del ethos de cada marca para determinar si considera que estos costos son extra o son esenciales en sus productos. Lo que sí, es un hecho que los consumidores están cada vez más conscientes de los productos que compran, y existen reportes que evidencian que la disposición a pagar es mayor cuando se pueden certificar las buenas prácticas detrás de un producto, por ejemplo. Según una encuesta de Retail and Sustainability en 2019, realizada por CGS, más del 45% de los consumidores están dispuestos a pagar más por un producto que saben que es sustentable.
Priorizar la trazabilidad y verificar de primera mano
Hay otros casos en la industria de la belleza donde se nota que la trazabilidad está mucho más instaurada. La marca estadounidense Beautycounter es conocida por tener uno de los proyectos más ambiciosos de la industria cosmética en términos de trazabilidad. Para empezar, muchos de los productos de belleza del mercado contienen mica, un grupo de minerales producidos por una industria que históricamente ha sido asociada al trabajo infantil. De acuerdo con un reporte de 2019 de la organización suiza Terre des Hommes, aproximadamente 20,000 niños trabajan en minas de mica. Y muchas compañías que ocupan mica en sus productos no están capacitadas para trazar ni ellas mismas el origen de esta materia prima, por lo que incluso podrían no saber que están involucrando trabajo infantil en sus cadenas.
Ante esto, Beautycounter –que usa este ingrediente en un 40% de sus productos—, se alió con Sourcemap, una compañía de software de mapping que les permite a las empresas rastrear los riesgos sociales, financieros y ambientales de sus cadenas de suministro, y realizar auditorías a los proveedores y acceder a la documentación de los trabajadores de estos proveedores, para evitar subcontrataciones no reportadas, trabajadores indocumentados que probablemente estén siendo mal pagados, o incluso temas más graves como ilegalidad, mercado negro, trabajo no autorizado. Hay que tomar en cuenta que muchas veces los mismos proveedores podrían no ser transparentes con las marcas a las que venden los ingredientes para evitar que dejen de trabajar con ellos. Ha habido casos donde, según Beautycounter, si un proveedor no puede demostrar que la mica ha sido responsablemente obtenida, ellos mismos han mandado equipos y trabajado personalmente con ONGs locales para verificar que el material haya sido obtenido responsablemente y sin trabajo infantil. En dos años, reportan, su equipo ha visitado el 77% de las minas de mica a las que compran este ingrediente, y según le dijeron a Well + Good, planean visitar el resto cuando lo permita la pandemia.
La tecnología –incluso la de blockchain– seguramente será una parte cada vez más importante de la industria de la belleza si es que las marcas y consumidores le dan peso a la trazabilidad de los ingredientes y procesos. Para que los proveedores estén en regla en sus prácticas de extracción y procesamiento, es necesario que las compañías estén dispuestas a transparentar sus cadenas de suministro, y que todas las partes estén sujetas a auditorías. Y para ello, a su vez, es necesario empezar a hacernos preguntas y demandar mayor transparencia y rendición de cuentas por parte de las marcas a las que decidimos apoyar con nuestras compras.
Los retos del presente y el futuro en términos de trazabilidad en la industria cosmética van desde asegurar la calidad de las materias primas y productos de origen; garantizar prácticas éticas en su obtención; monitorear y hacer seguimiento; y transferir responsablemente esta información a un consumidor o usuario final que cada vez espera mejores ingredientes, garantías de calidad, un bajo impacto ambiental. Finalmente, al igual que en la moda, la trazabilidad es el factor que permite construir cadenas de suministro confiables, y dejará tarde o temprano de ser una opción, para convertirse en un requisito.
Fuentes: Cosmetic360 | Well+Good