Llevo semanas pensando en el artículo que escribiría este mes. Tengo la costumbre de guardar temas que se me van ocurriendo en borradores, libretas o en nuestra propia pauta mensual. Por alguna extraña razón, esperaba este fin de mes para “volver a las pistas” y volver a escribir de manera un poco más periódica. Pero aquí me encuentro, atrasada con mis planificaciones, a horas de tener que publicar un artículo y -sorpresa- no lo he terminado. ¿Por qué? Bueno, varias razones, pero mi nueva vida de madre sin duda influye en que muchas veces esto suceda.
A ratos me frustro, ¡claro que me frustro! y empieza a escucharse una voz, cada vez más fuerte, dentro de mi cabeza que dice: “una vez más no lo lograste”, “no planificaste lo suficientemente bien”,”en Instagram viste que X persona (rellene aquí con el nombre que aplique a su caso) hacía X cosa y tú no eres capaz de hacerlo aún”, “flojilla, no deberías haber dormido esa siesta” (aunque me haya despertado en promedio cada dos horas la noche anterior para ver a mi hijo), y muchas otras frases más que van en esta misma dirección.
Hace un año escribí un artículo donde compartía la experiencia de vivir mi primer embarazo en pandemia, y hoy tomo nuevamente este espacio para compartir algunas reflexiones sobre mi debutada maternidad, un proceso que se ha sentido profundamente luminoso, desbordante (no siempre en el mejor sentido) y transformador.
Cada vida es un mundo, y así también lo es la maternidad. Por lo mismo, no pretendo compartir nada más, ni nada menos, que una simple visión. Una porción de lo que ha sido mi experiencia personal a lo largo de este proceso. Nada de títulos efectistas, como hablar de cuáles son las mejores soluciones a problemas cotidianos o los 15 modos de ser una mamá más ________ (complete la oración).
Y bueno, aquí voy.
Después del nacimiento de mi hijo, sentí el absoluto desbordamiento: de amor, de hormonas, de alegría, de nostalgia, de ansiedad, de angustia y de paz, y entendí poco a poco que esta nueva etapa, de alguna forma, me invitaba a ver la vida con más grises, en un constante estado de cambio y de sentir mucho. Todo al mismo tiempo o dentro de un mismo día.
Luego, un poco más acostumbrada a esta nueva forma de sentir y lidiar con mis emociones, empezó un nuevo capítulo, al cual llamaré: “¿Cuándo recupero mi vida?”, que al menos en mi caso también tuvo un subcapítulo: “Yo me la puedo”. Así, en marzo de este 2021, me vi trabajando en el rediseño de nuestra pauta y sitio web, y retomando todas mis funciones. Además, me inscribí a clases de inglés dos veces por semana, tomé una asesoría comercial para seguir avanzando con mi emprendimiento, estudié un curso online de moda sostenible e impartí clases en una Universidad. Todo esto, a la par con la crianza de una guagua de ocho meses recién cumplidos. Ah, y en medio de una pandemia que ha significado la paralización de nuestra vida “normal”.
En mayo estaba completamente sobrepasada. Trabajando en cada momento que tenía, sacrificando tiempo libre por cumplir con las cosas que me había propuesto, con la presión del “fracaso” respirándome en la nuca y con una horrible y pesada sensación de agobio. Hasta que en un momento, vi mi hermoso, coloreado y estructurado Google Calendar y me dije “esta no es mi realidad”. Por el contrario, hoy mi realidad es caótica, con horarios que poco a poco se comienzan a estabilizar, pero que son variables porque ¡sorpresa! tengo un hijo. Un humanito que es un mundo en sí mismo y que -como tú o como yo- tiene distintas necesidades todos los días.
Y con esa revelación, empezó un nuevo capítulo que podría denominar “El duelo”. El duelo de mis horarios, de ser la única dueña de mi tiempo. El duelo de preocuparme en primer lugar de mi, para darle ese lugar a otra persona y a tiempo completo. El duelo de mi ideas y creencias, de cómo pensé que sería ser mamá, de cómo ha sido, de cómo quiero que sea, de cómo es realmente. El duelo de ser dos, para ser tres.
Pero supongo que todo lo que se comprime, en algún momento se libera. A veces de la forma menos extraordinaria posible. Recuerdo una semana en la que tres hitos me hicieron ver todo lo anterior desde otro punto de vista: la conversación con una numeróloga, los largos y distendidos paseos que doy casi a diario junto a Gerónimo y un programa de TV completamente chatarra y al azar. Pude sentir que todo este duelo traía una transformación, y que por fin podía aceptarla.
Aceptar desde el amor que quería estar cerca de mi hijo lo más posible. Que en este momento criar era tan importante -o más- que cualquier otro proyecto creativo que tuviera en mente. Que no pasaba nada si debía modificar mis planes o incluso si no “crecía” profesionalmente, porque en definitiva no existe tal cosa realmente cuando quieres ver la vida desde una mirada más lenta y que incluso, cuestiona dicho concepto.
Solemos decir que nos gusta el cambio, pero pareciera que abrazarlo sin miedo es otra cosa. Por fin me sentí con los ojos y el corazón abierto para poder hacerlo. Decidí que quería mirar este proceso, y en definitiva mi vida, desde un lugar de abundancia, y no desde la carencia. Desde lo que vivo, tengo o puedo hacer ahora. Desde mis nuevas prioridades. Desde mi propio contexto y circunstancias. Desde el presente. A ratos, no te niego, sufro de los cólicos de miedo y vuelvo atrás. La ansiedad sube y la convicción baja, pero bueno, eso también es parte del proceso.
Probablemente todas tenemos nuestro propio detonante, pero en mi caso no deja de sorprenderme la generosidad con que mi hijo ha llegado para mostrarme que todo este proceso, que pensé que tenía que ver con otro, en realidad solo tiene que ver conmigo. En la medida que van pasando los días, y voy aceptando que vienen nuevos capítulos de mi propia historia, el anhelado balance entre las distintas áreas de mi vida va ajustándose.
Todo lo anterior, sin duda, sigue siendo una noticia en desarrollo.