Columna por Pablo Galaz, Director Ejecutivo de Fashion Revolution Chile
Es difícil escribir sobre el dolor sin mirar el dolor o ver el dolor. Me despierto preguntándome qué pensará la gente cada mañana, aquellas personas que tienen hijas o hijos, que cuidan a un pariente enfermo, que migran a una ciudad o un país buscando al menos sobrevivir, comer y dormir bajo un techo.
En abril de 2013, buscaba mi propia felicidad, alguna forma de alcanzarla de una manera simple (no fácil). Mi espíritu estaba en batallas utópicas, siempre mirando hacia adentro: mi comodidad, mi refugio, mis ideas y principios, hasta que mi esfuerzo por construir una fortaleza –esas que te protegen pero inevitablemente te aíslan del mundo– se derrumbó.
Pasó como una anécdota en las noticias, otro “accidente” con tres mil víctimas. Todo el mundo lo olvidó al día siguiente, otra crónica roja internacional entre tantas guerras de interés para occidente. El desastre de Rana Plaza horrorizó a muchas personas que, de una u otra forma se vinculaban con la industria de la moda. Gatilló la pregunta: ¿por qué no estamos viendo que esto sucede, y lo más seguro es que vuelva a suceder? ¿Qué podemos hacer desde nuestras pequeñas fortalezas que nos aíslan del sufrimiento ajeno? La respuesta estaba más cerca de lo que creíamos: era cosa de mirarnos a nosotros mismos, revisar dentro de nuestra propia ropa, mirar esas etiquetas que de una u otra forma nos conectaban con la historia de esos miles de personas que fallecieron o resultaron heridas.
No se trata solo de saber dónde fueron hechas, porque podría haber sido en India, Singapur, Vietnam, Cambodia o Kenia. Había llegado el momento de conocer a quiénes hicieron nuestra ropa.
Qué poco sabíamos de estas personas, dónde estaban, dónde trabajaban, en qué condiciones. Entonces comenzamos a fijarnos en las etiquetas. La primera consigna de Fashion Revolution fue inside out: pregúntate, descubre, actúa. Esa era la clave, dar vuelta la prenda, ver la etiqueta y comenzar a hacerse la pregunta ¿quién hizo mi ropa? Levantar los cuestionamientos, buscar las respuestas y actuar para que sea posible descubrir más sobre las personas que hacen nuestra ropa.
Hoy la pandemia del Covid-19 ha detenido el mundo y nos lleva, entre otras cosas, a ver cómo repensar nuestra relación con la ropa y el vestir. En Bangladesh, más de 4.1 millones de personas están muriendo literalmente de hambre debido al cierre de las fábricas. Muchas de estas personas (muchas de ellas son mujeres) tienen que volver a los pueblos desde donde migraron, sin nada. En Myanmar el trabajo está paralizado porque China, su principal fuente de materias primas, está bloqueada. Muchas grandes marcas de moda urbana, alta costura y lujo están cancelando sus contratos de corto y mediano plazo, y es probable que su recuperación tome mucho tiempo. A pesar de que algunas marcas se han comprometido con no terminar los contratos y pagar un cierre paulatino, muchos talleres han cerrado y despedido a sus trabajadoras sin ningún tipo de compensación, en países donde el Estado no brinda ningún tipo de protección social.
Ahora sé que no es suficiente descubrir quién hace nuestra ropa, dónde o en qué condiciones. Un colega desde Bangladesh, nos contó que, cuando le mostró a las trabajadoras de un taller las fotos de la campaña #QuiénHizoMiRopa de gente en todo el mundo que quería saber de ellas, rompieron en un incomprensible llanto. Hasta ese momento, ellas llegaban a sus puestos de trabajo a cortar, coser, pegar botones y desflecar, hasta que una simple pregunta les mostró que había personas al otro lado del mundo que le daban un valor distinto a quienes para otros podrían ser consideradas máquinas de coser. Eran personas que despertaban empatía en otros quienes veían, en su ropa, la historia de las personas que la hicieron y comenzaban a tener un gran respeto por ellas.
Han pasado siete años desde que comenzamos y hay una historia que yo nunca he contado. A los tres años, cuando realizamos el proyecto Garment Workers Diaries, le pregunté a una de las investigadoras que estaba en terreno si era posible conocer a alguna de las trabajadoras por videoconferencia. Con sospecha, Amila –la trabajadora– aceptó y comenzamos a conversar. La situación se transformó de una tímida entrevista a una cordial aunque breve conversación. Amila tenía 18 años, tenía una hija y había migrado desde una aldea para trabajar, y enviar dinero a casa. Su madre había tenido un accidente y vivía postrada, la cuidaba su hermana pequeña. Ella comenzó a trabajar a los 13 años en talleres clandestinos en Dahka.
Ahora, cada vez que miro una etiqueta o investigo sobre el desarrollo de una marca, ya no solo me pregunto dónde estará Amila. Sin darme cuenta, al mirar la etiqueta, me descubro también mirando hacia adentro.