El sol arde como nunca en Santiago. Febrero ha sido uno de los meses más calurosos del año. La mayoría de mis alumnxs ha salido de vacaciones y solo quedan unos pocos rezagados que siguen trabajando bajo los 35 grados a la sombra. La situación del país no da para irse a descansar con tranquilidad; una sensación colectiva de incertidumbre, miedo, pena y cansancio acumulado invade a la mayoría de las personas.
En estos tiempos, encontrar un espacio de quietud y tranquilidad se ha vuelto una tarea difícil, ni siquiera los hermosos balnearios atochados de gente pueden ya proporcionar tan codiciado lujo. En soledad o lejos de la ciudad, no nos escapamos del eterno parloteo mental que nos desgasta sin darnos cuenta. ¿Pero qué buscamos en realidad? ¿Existe por ahí un paraíso perdido en donde podamos sentirnos plenxs y segurxs, incluso frente a nuestros propios fantasmas? ¿Es posible dejar un rato en remojo la mente para descansar de tantos pensamientos y de los problemas que nos aquejan?
Quizás las respuestas a estas preguntas no sean tan sencillas, pero está claro que esconden una profunda reflexión. En mis años de búsqueda personal, me he dado cuenta de que lo que anhelamos con vehemente apremio es nada menos que encontrarnos a nosotros mismos. “El encuentro con uno mismo”, como lo denomina Carl Jung, es sin duda una de las tareas más significativas que podemos emprender.
Encontrarnos con nuestra naturaleza profunda supone un trabajo permanente que dará frutos en la vida que hemos decidido construir y en la de quienes nos rodean; conocer las luces y sombras que acarreamos como individuos nos permite valorar nuestras virtudes y dones para compartirlos con el mundo y enfrentar aquellas debilidades que nos alejan de una sana armonía en la relación con nosotrxs mismxs y con los demás.
Todo esto parece lógico y simple, pero antes de partir en esta búsqueda interna, debemos encontrar un puente, un verdadero trampolín que nos catapulte hacia esas experiencias metafísicas que son tan personales. En mi caso, el yoga y su filosofía me dieron ese impulso mayor para emprender el viaje hacia ese “paraíso perdido”, esa parte de mí que anhela ser encontrada para salir a la luz.
Una de las muchas definiciones del yoga es “el cese de las fluctuaciones de la mente”. Es el primer paso para el encuentro con uno mismo. Se trata de aquietar esa mente en constante movimiento para escucharnos y crear un espacio de encuentro y autoconocimiento. Lo interesante es que no solo el yoga y la meditación proporcionan ese puente de conexión hacia nuestro espíritu primigenio. Ese contacto se puede lograr a través de muchas cosas, como crear arte, dar clases, salir al aire libre, hacer deporte, jugar, amar y todo lo que en definitiva expanda esa sensación de plenitud y agradecimiento por la vida.
Hacer yoga es, en definitiva, alinear la mente, el cuerpo y el espíritu en una única dirección. Cuando logras esta conexión es muy probable que te sientas realizado, y realizarte es hacer real tu verdadera esencia. Si queremos encontrar un pilar sólido para sostenernos en momentos de incertidumbres y cambio, un lugar en donde descansar de las preocupaciones que nos aquejan, debemos estar dispuestos a emprender un viaje hacia las profundidades de nuestro interior. Descubrir lo que nos gusta, quizás recordar cuando éramos niños y pensar en las cosas que dejamos de hacer porque comenzamos a crecer, o porque la sociedad nos impuso tantas normas que olvidamos ser nosotros mismos. Es tiempo de recordar, de volver a nuestra esencia, esa es la tarea individual que dará paso a una renovación colectiva y abrirá las puertas hacia una vida más plena y con sentido.
Porque antes de que cambien los reinos, primero deben cambiar los hombres y mujeres que los habitan.