No sé dónde leí que cuando todo alrededor de uno parece ser incierto la inclinación humana es volcarse sobre lo que se tiene cerca y a la mano. En casi un mes y medio de incertidumbre, preocupación y anhelos de cambio mezclados con desilusión, lo único que he sentido tangiblemente a mi alcance ha sido mi casa, mi espacio.
De la puerta hacia afuera he estado repensando lo que hago a diario para darle, en lo posible, un sentido más amplio a mi trabajo y al tiempo que he vivido en Chile. Aún así no han sido mis días más claros. Pero de la puerta hacia adentro sí he estado totalmente dispersa. A ratos estoy determinada a limpiar compulsivamente cada rincón oculto de mi departamento y ordenar todo lo que esté o no a la vista, y en otros momentos soy totalmente dejada, incapaz de reunir energías para desempolvar los libros que estoy leyendo o lavar la cafetera.
A decir verdad no me dispuse a atenuar ninguno de esos dos extremos este mes, pero mis inclinaciones obsesivas me llevaron, inevitablemente, a pretender poner y mantener en orden lo único que controlo en este momento: mis cosas. Es decir, los objetos que he acumulado en los cuatro años que llevo viviendo en Santiago.
Hace unos meses vi en Netflix la serie Tidying Up with Marie Kondo –que en español por alguna razón se llama ¡A ordenar con Marie Kondo!, así, entre signos de exclamación, lo que a mi gusto le da un tono condescendiente innecesario– y quedé algo sorprendida (haciendo quizás apropiada la puntuación escogida). La serie está, claro, inspirada en el famosísimo bestseller La magia del orden de la consultora del orden japonesa, Marie Kondo; y se trata sobre cómo Marie le enseña a distintas familias a ordenar sus casas con el método que describe en su libro.
Mi cuestionamiento eterno sobre Marie ha sido básicamente que por qué alguien creería que puede decirle a personas desconocidas cómo ocupar su propio espacio. Pero en la serie vi que la energía de esta mujer iba por otro lado. Es suave y calmada, clara pero para nada impositiva, y su discurso no es prescriptivo ni insolente. En realidad, ella se dedica a escuchar a las personas mientras describen su relación con sus cosas hasta lograr que se abstraigan lo suficiente para poder tomar decisiones sobre su vida cotidiana. Desde ahí he tenido a Marie relativamente en buena. Y sabía que quería probar algunos de sus consejos para ver cómo me iba.
Uno de los principios de su método es que uno debería hacer una evaluación de cada una de las cosas que tiene en su casa. Así que eso hice y empecé por áreas. El primer día fue el clóset. Saqué todo de ahí a la vez –como recomienda ella– y empecé a decidir, prenda por prenda, qué quería conservar. Según Marie uno debería mirar cada pieza individualmente para definir si tiene sentido conservarla o no. Y su llamado es a quedarse solo con lo que ‘despierta alegría’. Cuando lo vi en la tele me pareció un poco infantilizante el ejercicio, así que lo abordé con un cierto escepticismo inicial. Al tomar entre manos cada blusa y cada par de medias, sinceramente no sentía gran cosa, pero sí era evidente cuando me topaba con algo que no había usado en uno o dos años y que probablemente no volvería a usar. La mayoría de veces era por un tema de la tela: prefiero tener menos cosas de materiales más durables y de origen natural (algodón, lino, alpaca, seda) que tener más cosas de materiales sintéticos (poliéster), así que saqué todas estas últimas.
Mi siguiente área fue la cocina. Confieso que no tengo demasiadas cosas ahí para empezar, porque soy reacia a llenarme de utensilios innecesarios. Quizás esto es porque mi perspectiva sobre los objetos cambió hace cuatro años cuando decidí meter todo lo que conocía como mío y mudarme a otro país (de Ecuador a Chile). Y, sí, es cierto que es liberador no tener nada al comienzo, pero hay que decir que puede ser desconcertante no tener cosas que hagan que uno se sienta en casa. Así que en ese afán de rodearme de objetos acogedores he ido reuniendo con el tiempo vasos y cerámicas y frascos de formas raras que quizás no necesito. Entonces mi escaneo por la cocina fue más bien pragmático: me dediqué a buscar dobles y sustitutos o posibles objetos subutilizados.
Luego pasé a los libros y las revistas, que es donde me cuesta reducir. Pero me fue bien: le pasé a mi hermana un par de revistas que le sirvieron para hacer collages y terminé con un par de libros en mano que decidí tenerlos separados para regalárselos a quien los quiera.
Porque ese es el gran tema del método de Marie Kondo: me animo a sacar de mi vida una pequeña serie de cosas que no uso, sí. Y qué bien por el espacio que libero en mi casa y en mi mente, pero no puedo evitar pensar a dónde van a parar todas esas cosas. Me acuerdo que en la serie de Netflix las familias asesoradas por Marie sacaban dichosas de sus casas docenas de bolsas enormes de cosas que ya no querían: ropa, juguetes, libros, artículos de cocina, productos de baño. Pero en ninguno de los capítulos se hace frente al problema de que aunque esas cosas se van del campo de visión de sus dueños, siguen existiendo en el mundo como objetos. Con suerte pueden ser aleatoriamente recogidos por alguien para darles una segunda vida, pero seguramente la mayoría termina en el camión de la basura y eventualmente en un vertedero.
El método promueve, por un lado, una relación más sana con los objetos que uno tiene para ojalá enfocar esa energía de posesión en desarrollar relaciones humanas. Si bien invita a responsabilizarnos por lo que conservamos, al mismo tiempo falla en señalar la necesidad de hacernos cargo de lo que decidimos eliminar.
Me siento comprometida, entonces, a reportar el balance de mis ejercicios de purga. En cuanto a la ropa, terminé llenando una típica bolsa mediana de papel con un par de suéteres grises de acrílico y unos vestidos negros de poliéster que decidí poner a la venta en internet. También reuní una pequeña pila de prendas por reparar: bastas por hacer, mangas por acortar, botones que poner, sumada al ímpetu inesperado de arreglarlas en ese mismo momento. Y en la cocina el resultado fue una cuchara metálica enorme que pasó a ser pala de macetero, un par de frascos que partieron a ser reciclados, y una serie de toallas de cocina destinadas a ser traperos de piso.