Siempre he hecho listas en papeles sueltos. De cosas pendientes, de referentes, de ideas aleatorias. Pero hace un tiempo, intentando buscar una forma de juntar todas esas anotaciones en un solo lugar, decidí hacerme un bullet journal.
Es un método análogo de organización que consiste, básicamente, en una agenda física en la que se pretende monitorear el pasado, organizar el presente y planear el futuro, según el video introductorio de YouTube. Con esa promesa, compré un cuaderno de puntitos (en vez de mis usuales líneas) y me dispuse a empezar.
Buscando inspiración, volví a YouTube, donde el algoritmo ya me tenía recomendaciones con videos de gente que armó su propio bullet journal. Lo que no sabía era que, al cliquear el primero, entraría en un hoyo negro de cómo organizan su vida miles de personas desconocidas. Resulta que algunas les dibujan márgenes elaborados a las páginas, otras les ponen ilustraciones, y hasta compran lápices especiales para hacer los títulos con caligrafía.
En medio de ese mar de alternativas estéticas, armé el mío como sugiere el creador del bullet journal: enumerar las páginas, hacer un índice, un registro futuro, mensual y diario, y anotar las actividades. Para él, es clave que el journal tenga, además, formas específicas de escribir en viñetas –de ahí su nombre– que representan tareas o eventos o notas.
Pero frente a tantas categorías prometedoras para registrar la información, me pasó que lograba llenar solo algunas de las páginas. Sentía que no ocupaba el método en su máximo potencial y, por haberlo hecho tan sofisticado de un día para otro, me intimidaba mi propio cuaderno.
Dejar de hacer listas no era una opción. Así que, empeñada en hacerlo funcionar como sea, empecé de cero. Esta vez, hice solo dos páginas elementales: la de tareas y la de ideas, y comencé a llenarlas a diario.
Con el tiempo, armé nuevas páginas, cada vez más específicas. Una página de películas vistas, otra de libros por leer; una de lugares visitados, de cosas que quiero dejar de hacer, de lo que quiero hacer más. Tengo una página de planes –que van desde cafés soñados en Melbourne hasta mujeres que muero por entrevistar–; una con proyectos que pueden o no concretarse, otra con ideas de textos que quiero escribir eventualmente.
Mi bullet journal actual es, en rigor, un cuaderno donde anoto todo, en forma de viñetas. Y admito que es medio desastroso, pero funciona.
Con este esquema más flexible, me di cuenta de que lo que importa es el registro en sí. Que la satisfacción, para mí, no está en tachar lo cumplido, sino en animarme a acumular ideas sin culpa. Escribir las cosas banales y las importantes; catalogar el presente.
Ahora me detengo a anotar las cosas en un solo lugar y, en parte, creo que me da tranquilidad el simple hecho de no sobreestimar mi memoria. Pero también me ha servido tener la opción de mirar atrás. Y aunque no inspecciono cada página todos los meses –como propone el método original–, sí les echo una mirada de vez en cuando. Me ha sido útil ver, por ejemplo, que dejé de querer algo que anhelaba hace un par de semanas, o que, en cambio, sigo pensando en el mismo taller de cerámica desde hace meses.
Ya no me siento culpable por no seguir el método del bullet journal al pie de la letra. Prefiero anotarlo todo que anotarlo bien. Al final, para la productividad, no hay nada más sano que reconocer que no existen fórmulas.