Cuando me asigné este tema, sinceramente pensé que sería evidente desde un principio si iba a lograr meditar todos los días o no. Pero empezar a meditar da para mucha experimentación, así que terminó pasando casi lo contrario. Llevo semanas intentando y todavía sigo en proceso de definir qué me funciona.
Los primeros días me puse a meditar semidormida, apenas despertada, porque una amiga me contó que ella medita en cuanto se despierta, en vista de que el subconsciente está más receptivo que cuando ya entramos en el trajín del día. Después de haber descansado y soñado y hecho todas las conexiones neuronales, me dijo, le viene bien a la mente una meditación a primera hora del día, especialmente para la creatividad. Siempre abierta a ser más creativa, me propuse hacer eso al principio.
Pero cuando traté de meditar la primera vez, no me concentraba por mi propia cuenta. El problema, por lo que vi, es que no puedo hacer una meditación que no sea guiada. Se me hace muy fácil dejar que mis pensamientos se apropien de mi cabeza cuando no tengo alguien con voz tenue que me dé instrucciones de cómo sentarme, respirar y enfocarme. Para resolver mi falta de autosuficiencia, recurrí a YouTube. Apenas abría los ojos en la mañana, buscaba meditaciones de cinco o diez minutos que se ajustaran a la temática en la que quería centrarme ese día. Y por suerte hay de todo: meditaciones para reducir la ansiedad, para la gratitud, para ser más positiva.
Hubo más de una mañana en que me quedé dormida mientras meditaba, por supuesto, por ponerme en una posición demasiado cómoda. También hubo días en que me ganó la rutina y me paraba de la cama dirigiéndome en piloto automático hacia la cocina. Más de una vez me pasó que caí en cuenta de que no había meditado, al ver el café saliendo de la máquina.
Una noche, mientras me duchaba, me acordé de que no hice la meditación en la mañana, así que salí decidida a meditar en ese momento, en bata de baño, sentada sobre la cama. Y me encantó. Por alguna razón tenía la idea de que sí o sí tenía que ser de mañana o simplemente ya no podía ser. Pero no. A diferencia de otros hábitos, en que uno dice ‘lo retomo mañana’, meditar es de esos adaptables que se pueden retomar en el momento. También me pasó que pensaba que para concentrarme iba a necesitar una disposición específica, un espacio designado y un ritual acorde. Pero tampoco. Unos días meditaba sobre mi cama, otros sentada en el suelo. Y confirmo que no se necesita ni un jardín ni un cuarto de meditación. Funciona en todos lados.
De todas formas, reconozco que hacerlo a primera hora del día, preferiblemente sentada, sí hace que sea más fácil concentrarse en el momento; porque –al menos para mí, que tengo tendencias ansiosas– es a medida que pasan las horas que voy entrando en el ciclo de pensar qué tengo que hacer a continuación, y despego del presente.
Cuando llegó el fin de semana, animé a mi pololo a meditar conmigo. Los días anteriores no había sido un tema la compañía, porque él sale antes que yo al trabajo, y entre semana puedo meditar sin avisarle a nadie que voy a cerrar los ojos y sentarme con la espalda derecha por un rato. Pero esa meditación acompañada también me gustó. Nos dispuso a empezar bien la mañana.
Después de varios días de meditar y olvidar meditar y retomarlo lo antes posible, me empecé a poner exigente con los acentos y los tonos de voz de los guías. Mientras exploraba YouTube en busca de sesiones nuevas, mi algoritmo de Google se puso al tanto de que estaba intentando meditar, así que me empezó a aparecer publicidad de una aplicación para eso. Y la terminé descargando. Se llama Calm. Solo me dejó hacer un par de meditaciones sin cobrarme, y estuvo bien, pero no me pareció que valiera la pena invertir todavía, habiendo tanta oferta disponible en otras partes.
Luego probé descargando Headspace, que me armó un programa de diez sesiones gratis. También me gustó. Me pareció curioso que, al descargarla, me preguntó con qué objetivo quería meditar: si para dormir mejor, ser más productiva, reducir la ansiedad o para crecimiento personal. Cuando vi que no podía decidirme entre unas simples alternativas, me percaté de cuánto en el fondo necesito meditar. Hay tanto que puede estar mejor, y es bonito encontrarse con la rara ocasión de que uno se entusiasme con lo que no ha logrado dominar todavía. Cuando se terminaron las diez sesiones gratis de Headspace, en todo caso, tampoco me animé a suscribirme y volví a YouTube.
A pesar de que estoy encantada con meditar, está claro que no lo he adquirido estrictamente como hábito diario todavía. Hay días en que se me sigue olvidando o que activamente lo dejo para luego (porque ya sé que también me gusta meditar de noche). E igual confieso que me siento ligeramente culpable cuando no lo hago. Pero a diferencia de otros hábitos, vuelvo a meditar fácil, porque sé cuánto bien me hace. No soy muy fanática del autotormento, pero aprendí que cuando me convenzo de que no tengo tiempo suficiente para meditar es cuando lo necesito el doble. No sé si es el cambio en el patrón de respiración o el hecho de cerrar los ojos para hacer algo distinto que dormir, pero no hay día en que no se sienta bien.
Mi lógica actual es que si me atraso cinco minutos para llegar a algún lugar o entregar algo pendiente, nunca voy a pensar ‘si no hubiera meditado habría alcanzado’. Y eso me motiva. El no-arrepentimiento asegurado.