Usé tampones toda la vida, hasta que me empecé a cuestionar la cantidad de basura que generaba habitualmente. Disponerse a reducir los desechos propios siempre parte, parece, por hacernos preguntas sobre cuáles son esos productos que creemos que nunca podríamos dejar de consumir, y empezar a ensayar ideas posibles de cómo efectivamente sobreviviríamos si, por obra de magia, de un día para otro no existieran más.
Y los productos menstruales, para mí, cayeron en esa categoría. Me di cuenta de que ocupaba varios tampones al día por varios días al mes, digamos que cinco. Cinco días es un sexto del mes. Y, en cada uno de esos cinco días, no ocupaba dos tampones, sino tres o cuatro. Lo que equivale a botar, en promedio, casi 250 tampones al año.
Así que compré una copa menstrual con la idea de usar exclusivamente este pequeño contenedor de silicona que prometía durarme hasta diez años.
Lo que creo que nadie dice de usar una copa menstrual es que requiere una curva de aprendizaje. Casi nunca funciona bien al primer intento. La primera vez que la usé, sentía algo de incomodidad al sentarme. La segunda vez tuve un par de fugas inconvenientes. Para la tercera, tuve que googlear formas de doblarla e insertarla para que no hubiera filtraciones. Y eventualmente funcionó. Algunas personas la doblan como origami, otras con forma de un número siete y tal. Yo la doblo en la mitad –a lo largo–, como haciendo una letra c, y no he vuelto a tener problemas.
Reconozco que no es el método más amigable de cambiarse en lugares públicos y eso me preocupaba un poco en el primer viaje que decidí llevarla. Pero, como muchos otros hábitos ecoamigables, es cosa de preparación: llevar una botella reusable con agua al cubículo del baño para poder lavarla ahí, o programar las horas de cambio cuando se tiene acceso a un baño más privado.
Usar una copa menstrual no es un hábito insignificante, tengo que admitir. Requiere probar y probar de nuevo para convencerse a uno mismo de que es algo llevadero a largo plazo. Pero, francamente, vale la pena el intento. Solo pensar en que no voy a volver a comprar esos productos llenos de químicos ni a producir toda esa basura al año es bastante reafirmante.
Algo que no esperaba de usar una copa menstrual, si me pongo más esotérica, fue que se sintiera como un acto de reapropiación, como tomar control sobre mi propio cuerpo. A pesar de que para algunas personas puede ser un poco gráfico ver la sangre recolectada, para mí ha sido extrañamente reconfortante saber que mi cuerpo está funcionando y que tiene un ciclo que no puedo controlar.
El mismo hecho de que la copa sirva para hacer una recolección (versus la absorción de las toallas o los tampones), cambió, para mí, el sentido de la menstruación. Por alguna razón hace que el periodo no se sienta como un proceso ajeno o involuntario, sino más bien instintivo y natural.
Si bien es aleccionador que después de meses uno siga sintiendo que no se logra graduar en esto de colocarse la copa correctamente, puedo decir con seguridad que no hay vuelta atrás. Aunque no voy a decir que tener que salir del baño a medio andar, a hervir la copa cuando me llega inesperadamente el periodo es conveniencia pura, usarla definitivamente me ha hecho repensar y valorar la menstruación como un transcurso del tiempo íntimo y muy propio.