Desde que tengo memoria he querido ser de esas personas que se despiertan temprano naturalmente, que abren los ojos con la salida del sol y no pueden evitar mantenerlos abiertos. Pero siempre he sido todo lo contrario: de alma noctámbula y sueño pesado en la mañana, incapaz de despertarme temprano por gusto auténtico. Llevo años romantizando la productividad de los madrugadores voluntarios. Los imagino con días eternos, ellos impecables y muy compuestos, en total control de sus mañanas. Los visualizo como dueños del tiempo, desayunando serenos, caminando con relajo en medio de una ciudad vacía que aún duerme.
A pesar de esa fantasía, si por mi cuerpo fuera, me despertaría a las 10:00 AM. Mi mente, en cambio, delira con que logre levantarme a las 6:00 AM. Y lo que he conciliado toda la vida es que las 9:00 no están tan mal, considerando que suelo dormirme como a la 1:00 o 1:30 AM. Convengamos, sí, que las 9:00 AM no califican, por ningún lado, como temprano. A esa hora muchos lugares obviamente ya están abiertos, y gran parte de la población suele estar llegando a sus lugares de trabajo o sentándose en su escritorio. Reconozco que siempre me ha producido un complejo sentir que mi cuerpo rechaza mi deseo de convertirme en un ser mañanero. Así que este mes –inspirada por una lectora que mencionó en instagram que despertarse más temprano fue un hábito que adoptó en el 2019– me dispuse a cambiar mi reloj biológico y empezar a ser más como siempre he querido: una persona tempranera.
Ahora bien, confieso que programé esta proposición específicamente para enero porque sabía que inevitablemente tendría que empezar a despertarme más temprano por un tema de trabajo. Quizás eso es trampa, no estoy segura. Pero ante una obligación laboral, por supuesto, a mi cuerpo no le quedaría de otra. Lo que sí, para estar a tiempo en la oficina bastaría con levantarme incluso a las 8:00, pero una de mis grandes prioridades es poder tomarme con relativa calma la mañana y no apretar todas las actividades matutinas en un periodo muy justo. Por fortuna, nunca me ha hecho gracia dormir lo máximo posible para luego pasármela corriendo. Después de todo, con un cambio de hábitos pretendo estar más satisfecha con mi día a día, no menos. Así que aspiré a levantarme a las 7:00 AM, con algo de holgura.
Partí el 2 de enero con mi alarma ambiciosa. Y la primera semana me costó, como era de esperarse. Me despertaba al comienzo sin reconocer bien la luz de esa hora, medio confundida tratando de repasar los motivos por los que quería cambiar mi reloj natural. La voz en mi cabeza decía okay, bien, ahora levántate; y mi cuerpo decía por qué estás haciendo esto, en serio.
Así que en un momento de lúcida conciencia decidí leer sobre razones probadas por las cuales sí debería levantarme temprano, a ver si en mi estado grogui lograba recordar, no sé, que estoy aumentando mis probabilidades de vivir una vida más larga, o que voy a tener energía mejor distribuida durante el día. En esa búsqueda, me topé con la sorpresa de que efectivamente cada persona tiene una predisposición natural de puntos máximos de energía y momentos de descanso, y son variables, resulta. Es un asunto de horas de liberación de melatonina. El perfil de cada uno, aprendí, se llama cronotipo, y es aparentemente genético, innato, y muy difícil de cambiar.
Para ser sincera, el simple hecho de que este asunto tuviera nombre me reconfortó. Porque he pasado años de mi vida pensando que mi cuerpo debe tener algo mal, ya que todos los adultos que conozco eligen levantarse temprano. Aparentemente, el 50% de la población tiene un cronotipo intermedio, es decir, que suele dormir entre las 12:00 AM y las 8:00 AM. Pero también existen los de cronotipo matutino (el de mi fantasía) y los de cronotipo vespertino, cuyo horario de sueño suele ser entre las 3:00 AM y las 11:00 AM, que representan el 25% de las personas.
Esta información técnicamente insignificante aumentó temporalmente mi tolerancia con mi alarma de las mañanas. En parte, creo que saber que la cuarta parte de las personas se siente igual me hizo sentir abstractamente acompañada. Pensar en todos los de cronotipo vespertino que se tienen que levantar aún más temprano que yo para hacer su día a día fue mi consuelo por varios días. En el fondo, creo que lo que pasó fue que dejé de ser tan dura al juzgarme a mí misma por no sentir la compulsión genética de madrugar.
El consuelo colectivo, eso sí, me duró un par de semanas solamente. Luego se me empezó a hacer insuficiente. Hay un lapso en el que uno puede alentarse a sí mismo con el mismo argumento, supongo; luego empieza a volver el autocuestionamiento. Egoístamente, sabía que necesitaba una razón más tangible para seguir despertándome temprano. Y no hablo de la promesa de la vida más larga, sino de algo simple, asequible, de satisfacción inmediata.
Mi solución no fue la más profunda del mundo, pero me ha funcionado hasta ahora: hice un breve repaso de las actividades que hago en la mañana y elegí las dos más motivantes (café y podcasts), con la idea de adelantarlas y convertirlas en mi razón para levantarme con más entusiasmo. Ahora, cuando suena la alarma, me visualizo haciéndome un café (normalmente lo tomaba casi al final de mi rutina) y escuchando un podcast que me gusta (solía dejarlo para el trayecto al trabajo). Los días que empiezo a resistir la salida de la cama adorno la historia: pienso en el olor del café filtrándose, en la voz de los locutores, en mi energía más alta.
Está claro que no estoy aquí para asegurar que ya soy una persona mañanera. Pero sí puedo decir que básicamente soy Pavlov y también el perro. Me autoentrené para tener algo concreto y banal a lo que aspirar entre que abro los ojos y me pongo de pie (al menos mientras me acostumbro a madrugar, para mi cronotipo).