Después de haber probado más de 20 prácticas para esta sección, desde usar una copa menstrual y hacer decluttering, hasta reparar mi ropa, usar un limpiador de lengua, cepillarme la piel en seco, o meditar a diario; esta es la última de mis columnas Y si intento. De hecho, es mi último texto para Franca Magazine: luego de dos años y medio como editora de esta empeñosa revista online, cierro este ciclo lleno de historias, vueltas y aprendizajes junto a un equipo al que le tengo mucho cariño.
Tengo nostalgia anticipada, porque a través de estas columnas he podido conocer gente que me ha escrito a preguntar más detalles sobre ciertos hábitos, o a contar sus propias experiencias: ¿de verdad te funcionan los calzones menstruales? Ya no me sirve el shampoo sólido, ¿y a ti? ¡El sabor de los shots de cúrcuma no es tan terrible como dijiste! ¿Sigues tomando CBD?
Escribir tiene una cualidad solitaria de la que nunca se desprende el autocuestionamiento: por qué estoy escribiendo esto, quién lo va a leer, a quién le importa. Bueno, estas columnas me hicieron pensar que dedicarme a probar ciertas prácticas y escribir sobre mis intentos tenía sentido simplemente porque existía la opción de que alguien las leyera y con ellas se abriera discretamente una conversación.
Haciéndole honor a la posibilidad de que alguien considere este último experimento, me tomo este espacio para hablar del gran cambio que he estado tratando de implementar en mi vida: no hacer nada.
He escrito antes sobre una charla de este tema por la artista y escritora estadounidense, Jenny Odell, que luego le dio su nombre al libro How to Do Nothing (2019) de la misma autora. En ambos –la charla y el libro–, Odell traza algunas líneas sobre cómo y por qué no hacer nada. “No hay nada más difícil que no hacer nada”, así empieza el libro. “En un mundo en que nuestro valor está determinado por nuestra productividad, muchos de nosotros vemos que hasta nuestros últimos minutos son capturados, optimizados o apropiados como un recurso financiero por las tecnologías que usamos a diario”. Lo que promueve la autora con la idea de no hacer nada, entonces, es una forma de resistencia al sistema al que le otorgamos nuestro tiempo libre. Si bien hemos hablado de reducir el tiempo en pantalla y de los incentivos económicos detrás de “mantenernos en un estado rentable de ansiedad, envidia y distracción”, sobre todo en las redes sociales, ahora, de la mano de Odell, quiero ir más allá.
Quizás no hacer nada suena abstracto, pesado o difícil, y seguramente sí es todo eso. Pero a la vez tiene un sentido claramente humano: la esperanza de que existe una forma de resistencia ante la pretensión compulsiva de sentirnos ocupados todo el tiempo que deriva de cómo el sistema capitalista en que vivimos define la productividad.
Hace un poco más de un año, casi al inicio de la pandemia, escribí precisamente contra la productividad, donde volví a la autora para reflexionar sobre el deseo de llenar la agenda para conseguir más reconocimiento, dinero o responsabilidad, aun en tiempos de crisis; y decir que esa ambición que se presenta como un requisito universal solo pone en evidencia una cultura del trabajo que no para, una mentalidad que defiende que cada microsegundo de nuestras vidas debe ser comodificado, estar destinado a algo que tenga un propósito, dirigirse hacia el mejoramiento o convertirse en una consecuencia material o resultado medible. En esa ocasión, concluí que en adelante quería “apuntarle a la regeneración, ya no a la productividad”. Y desde entonces esta idea no me deja.
Reconozco, de todos modos, que estos anhelos son antiguos en mi corta vida. Cuando salí de la universidad tuve un periodo en que de verdad mi fantasía era Walden, mi sueño consistía en escapar de las convenciones de mi círculo social y la industria de mi nueva profesión; irme a vivir sola de manera simple. Y es que retirarse de la sociedad como Thoreau es tentador. Pero Odell, en su libro, desafía por completo esta noción, diciendo que huir es un intento por desentendernos de la responsabilidad política que tenemos con el mundo y con los otros. Lo que propone, entonces, es una forma de anclarnos al mismo tiempo que escapamos del marco de la economía de la atención.
En esta sociedad, dice Odell, hay una “impaciencia ante cualquier cosa matizada, poética o poco obvia”. Por ende, existe un desprecio por actividades consideradas supuestamente improductivas, como la simple observación. Salir a perderse en el laberinto de un jardín botánico o hacer caminatas para el avistamiento de aves son ejemplos de no hacer nada. “No es un lujo ni una pérdida de tiempo”, mantiene la autora, “sino una parte necesaria del pensamiento y la expresión significativos”. Para esto, Odell defiende la “utilidad de la inutilidad”, la capacidad de apropiarnos de nuestros patrones de atención.
¿Por qué no hacer nada si puedo hacer algo que me hace sentir bien?, podría pensar alguien suertudo que está relativamente conforme (con quien no me identifico). Pues, las crisis son síntomas de una buena razón. “Vivimos en tiempos complejos que requieren pensamientos y conversaciones complejas”, explica Odell. Y aun así, “cada vez tenemos menos formas de encontrarnos los unos a los otros”. Dicho en simple, si no estamos en el mismo plano de atención no podemos ver lo que pasa a nuestro alrededor o generar ninguna resistencia ante la mitología del progreso en un sistema que pone un énfasis exagerado en el rendimiento.
Espero no decepcionar a nadie con mi avidez por escribir una última columna donde no pongo a prueba algo tangible o concreto. Esta vez me interesa perseguir un reto amplio y de largo aliento: encontrar formas sostenidas y sustanciales de vivir y sobrevivir; dejar de sentir que mi vitalidad está comprometida por los medios a los que me someto cuando les entrego mi tiempo.
¿Quién puede no hacer nada? “Cualquier persona que perciba la vida como más que solo un instrumento”, según Odell. Y más que una serie de dogmas, un manifiesto o un método, esto de no hacer nada es una invitación a salir a caminar, a desacelerar. El punto no es generar un retiro temporal de la sociedad, desconectarse solamente con el afán de volver recargados a ser tanto o más productivos que antes, sino cuestionar hondamente lo que consideramos productivo: ¿útil para qué? ¿Productividad que produce qué? ¿Exitoso en qué forma y para quién?
En varias reuniones de pauta en la revista, con el equipo nos hicimos esta pregunta: ¿cuál es la forma slow de ser creativos? No nos aventuramos a contestarla, pero yo solía traerla a colación de tanto en tanto. Hoy me atrevo a proponer que quizás el acercamiento slow a la creatividad es no hacer nada. Bajo el mismo camino, pienso que vivir de forma sustentable no es hacer más cosas, y tal vez tampoco es hacer ‘mejores’ cosas siquiera (comprar mejor, comer mejor). Puede ser que una forma de ser slow o vivir de un modo sostenible –en el sentido de que se puede sostener– es escapar de este marco mental que nos tiene pensando que podríamos hacer todo más adecuadamente.
Ahora bien, la nada que propone hacer Odell solamente es ‘nada’ desde el punto de vista de la productividad como está definida en el capitalismo. No es inacción ni pasividad, sino rechazar el marco referencial de la productividad. “Es tomar una forma que no puede ser tan fácilmente apropiada por un sistema de valor capitalista”, dice. Por tanto, la primera parte de no hacer nada es desengancharse de la economía de la atención. La segunda parte es reenganchar con algo más: el tiempo y el espacio. La vida optimizada no tiene raíces, responde a una lógica miope, acontece en cualquier parte. Odell, en cambio, defiende la necesidad de anclarnos a un lugar y un momento para generar “sensibilidad y responsabilidad histórica y ecológica”, y así finalmente “escaparnos lateralmente para encontrarnos los unos a los otros”.
En redirigir y ampliar nuestra atención aparentemente está la clave. Salir de la lógica de lo que pasa en las pantallas es un gran paso. Otros lugares donde podemos no hacer nada son las bibliotecas o los museos pequeños, aunque tampoco hay necesidad de que sean espacios visuales o físicos. También podemos anclarnos a través de los sonidos, “prestando atención a los sonidos de la vida cotidiana, la naturaleza, los pensamientos propios”, y “revirtiendo la forma en que estamos entrenados para operar: percibir rápido para analizar y juzgar”. Una meta es simplemente observar.
Este libro me hizo querer abrazar la ambigüedad, y buscar mantención, cuidado, regeneración, franqueza. Quiero “lo local, lo carnal, lo poético”, como plantea Odell. El alivio del silencio voluntario, el derecho a no decir nada. Estar en transformación constante, consentir una forma de ser “que excede la descripción algorítmica”. Toparme con una idea de mí misma que es “opuesta a una marca personal: inestable, cambiante, determinada por las interacciones con otros y con distintos lugares”. Quiero encontrar pensamientos dedicados, sentimientos genuinos, conversaciones significativas, atención sostenida, conciencia. Parto en busca de claridad, restauración.
“Los momentos más felices de mi vida han sido en los que he estado completamente consciente de estar viva”, escribe Odell en una parte del libro que llegó a conmoverme. “En esos momentos, la idea del éxito como una meta teleológica no habría tenido sentido”. Me despido por ahora apropiándome de la especulación de que no hacer nada es un propósito digno; insistiendo en el derecho a perseguir la experiencia de la vida como un fin en sí mismo.