Hace poco les preguntamos en redes sociales qué retos les gustaría que abordáramos en esta columna, y algunas de las lectoras propusieron decluttering que, dicho en simple, es eliminar las cosas que no usamos. Hemos hablado antes sobre reducir y deshacernos de ciertos objetos: en 2019 me embarqué en el reto de aplicar en mi departamento el método de Marie Kondo –autora del famoso libro La magia del orden y protagonista de la serie de Netflix que derivó de este–, quien propone una técnica para purgar y organizar los objetos en casa por categorías (ropa, libros; papeles; komono o misceláneo; objetos con valor sentimental). En ese momento, hice una limpieza de clóset, cocina y libros que, más que reanimar apegos, exigía pensar en cómo hacerme cargo de las cosas que había eliminado. Porque claro, Marie puede promover el orden, pero parte del reto debería ser también evitar que lo que ya no usamos termine en un vertedero.
Esta vez quise hacer algo distinto. De entrada, me parece estimulante reducir; me considero una aficionada del decluttering y una débil aspirante a minimalista, cautivada por la promesa trivial de la simplicidad voluntaria. Aunque mi departamento no es un espacio ascético, es bastante austero, así que, para generarme un real desafío, quise aplicar algunas técnicas de decluttering que encontré en internet. Sentí curiosidad por el juego minimalista creado por los autores Joshua Fields Millburn & Ryan Nicodemus, mejor conocidos como The Minimalists. En este ‘juego’ (un eufemismo de método), la idea es ir eliminando una cantidad progresivamente mayor de objetos de la casa durante 30 días consecutivos: el primer día se elimina un objeto; el segundo, dos; el tercero, tres, y así hasta llegar a 30. Siguiéndolo al pie de la letra, con este sistema terminaríamos sacando unos 465 ítems de nuestra casa en un mes.
Así que empecé por ahí, pero haciendo mi propia versión, mucho menos regimentada: eliminar la mayor cantidad de objetos posible durante la mayor cantidad de días posible. Soy bastante impaciente, así que no quería esperar casi una semana para solo haber eliminado 20 cosas. Y, al mismo tiempo, no quería forzarme a reducir un número arbitrario de objetos, porque la gracia claramente no es sacar por sacar, sino realmente ponderar qué valor tienen las cosas que guardamos y hacer la evaluación de qué merece la pena conservar.
Con este espíritu realista y suficientemente libre, al principio el decluttering fue fácil. Probablemente todos tenemos más de un par de objetos redundantes que se nos vienen de inmediato a la cabeza cuando pensamos en hacer una limpieza. Así que empecé por ahí. En los primeros días logré eliminar unos 60 objetos, que suena a un montón de cosas pero no lo es tanto, porque todo suma: cada lápiz sin tinta, cada frasco sin tapa, cada cuaderno sin hojas en blanco, etc. De ahí salieron varios implementos de cocina repetidos, un juego de vasos, otro de copas, algunos libros, cuadros, un par de blusas, varios zapatos. A medida que iba sacando algo, lo iba clasificando en una de las típicas pilas: regalar, vender, donar, reciclar, reparar.
Le regalé unas cosas a mi hermana, quien se acababa de mudar de departamento (cuadros y utensilios de cocina), otras las separé para venderlas en Feriaferió (principalmente ropa), algunas prendas en buen estado que quizás no merecían el esfuerzo de reventa las junté para donar a Coaniquem, otras cosas se fueron directo al reciclaje.
Después de la primera semana me fui quedando sin cosas evidentes que sacar, y como me di la licencia de parar cuando quisiera, todos los días pensaba que podía ser el último y que en serio era probable que ya no tuviera nada más. Como quería continuar, lo que me sirvió fue dejar de hacer decluttering como actividad dedicada, y de repente tomarme unos minutos solamente para mirar atentamente las cosas del departamento y remover lo que no he usado en un año o más. El tiempo es una buena medida en ese sentido: si algo no ha visto la luz del día en más de un año, probablemente no sea necesario. A veces conservamos cosas a las que no les tenemos cariño porque existe la remota posibilidad de que se presente la ocasión para usarlas, pero nunca se da.
Hacer decluttering puede ser agradable cuando queremos ver cambios en el lugar donde estamos reduciendo: el clóset, los cajones de la cocina, el librero. Pero se vuelve menos atractivo cuando no queda otra que revisar los espacios que no usamos tan a menudo o contienen cosas que no nos entusiasman precisamente. Resignada ante mi propia avidez de reducción, me enfrenté a los rincones indeseables: una caja llena de fotocopias y cuadernos de la universidad que ingenuamente pretendía revisitar; el último cajón de la cocina, repleto de porsiacasos y objetos misceláneos; un estuche con cables de recóndita utilidad; el botiquín de primeros auxilios con medicamentos de dudosa procedencia. En definitiva, lugares donde uno declara conocer perfectamente sus contenidos y por la misma obstinación nunca se detiene a chequear. Hacer decluttering ahí es mucho menos alentador, pero igual vale la pena. Son los espacios que a uno le hacen decir: no sé cómo llegué a tener tantas cosas. Y, retomando la responsabilidad de lidiar con lo que eliminé, al final conseguí a quién darle incluso los cables para reciclar, pero me quedé con varias cajitas de medicamentos expirados que no estoy segura de cómo desechar responsablemente.
Por más intencional que procure ser en mis compras y las cosas que integro a mi vida, siempre encuentro pequeñas zonas con tendencia a la acumulación. Y no hay reproche en ello, solo reconocimiento. El minimalismo como tendencia suele presentarse como un estilo de vida aspiracional, o incluso como una forma de productividad: quitar los excesos para mejorar, aprovechar, rendir, ser más eficientes. Mi intención está lejos de eso. Hacer decluttering es útil en cuanto ofrece una forma abordable y considerada de vivir de manera más simple. Pierde sentido cuando se convierte en un signo de entendimiento estético, un instrumento de optimización personal, o un pretexto para pontificar con teorías grandilocuentes. Creo que, ante la sobreproducción de objetos en el mundo, intentar construir una vida independiente de la acumulación material es un fin noble en sí mismo.